La ley gitana*
4 de julio de 1992. Los restos de Camarón de la Isla, cantaor flamenco elevado en vida a la categoría de deidad gitana y muerto a los 42 años, son portados, bajo un sol de justicia y en auténtico loor de multitudes, hasta el cementerio de su localidad natal, San Fernando, en Cádiz. Sólo una bandera cubre su féretro. La forman dos franjas horizontales. La de abajo, verde, representa la hierba. La de arriba, azul, el cielo. Sobre ambas, una rueda de carro roja, que simboliza la eterna libertad. El deambular sin fin.
Para la mayor parte de los europeos, sociedad y Derecho, territorio y autoridad, son conceptos tan íntimamente unidos entre sí que tenemos auténticas dificultades para deslindarlos. Sin embargo, algunas comunidades han conseguido permanecer ajenas a esa ecuación a lo largo de los siglos. Han configurado de esa manera una identidad que, como la rueda de carro roja de la bandera, transciende las fronteras. Así por ejemplo, los gitanos polacos y los españoles probablemente tengan más en común entre ellos que con sus respectivos connacionales.
En el caso de los gitanos -también llamados zíngaros, calós o romanís- uno de los elementos que en mayor medida ha contribuido a determinar su identidad es la existencia de un auténtico sistema jurídico y normativo propio, independiente del de los Estados en que residen. Dicho sistema se basa en un conjunto de normas y principios no escrito, denominado Romanipen. El Romanipen, fuertemente influido por el judaísmo pre-talmúdico, regula muchos de los aspectos de la vida de los gitanos, tales como la organización jerárquica de la sociedad, las instituciones familiares -matrimonio, divorcio, contenido de los vínculos paternofiliales-, la propiedad privada o las relaciones financieras. Tipifica asimismo determinados comportamiento considerados criminales (robo, estafa, delación a la policía, abandono de familia, homicidio, etc…) a los que apareja una serie de penas. Entre las más graves de estas últimas, que se reservan para delitos de sangre, están el destierro –la exclusión de la comunidad, que puede afectar al culpable en exclusiva, o bien a toda su familia- o incluso la muerte, administrada mediante la venganza llevada a cabo por los familiares del ofendido.
Otra de las singularidades de esta suerte de Derecho gitano estriba en las vías de aplicación. El Romanipen prohíbe que las controversias entre gitanos sean juzgadas por gadjos (o payos). Por lo tanto, cualquier gitano que recurra a los órganos de administración de justicia ordinarios para buscar solución a su problema será marginado por el resto de miembros de su comunidad. En su lugar deberá recurrir a los kris, asambleas de jueces gitanos, o a los “arregladores”, hombres de avanzada edad considerados “gitanos de respeto”, que dictarán una solución ex aequo et bono. Ninguna de las partes en el litigio se atreverá a poner en duda la resolución propuesta por dichas autoridades.
Lo referido implica la convivencia, en el mismo tiempo y espacio, de dos sistemas normativos de diferentes características que, inevitablemente, interfieren en ocasiones. Una parte importante de las personas de raza gitana no reconoce ni la ley ni los órganos de justicia estatales, a los que sin embargo, se ven inexorablemente sometidos. Por su parte los Estados tampoco conceden mayor valor –salvo en lo que pueda subsumirse en la institución jurídica del arbitraje- a las resoluciones emanadas de la costumbre gitana.
A pesar de esto último, lo cierto es que el Romanipen propugna valores que, a menudo, echamos en falta en nuestras sociedades al uso: la solidaridad entre los miembros de la comunidad, el respeto a los ancianos, la primacía de la libertad sobre lo material -con todo lo que eso conlleva- entre otros.
* Artículo publicado en POLSKA VIVA de febrero de 2016